martes, 22 de agosto de 2023

Namibia. El sueño de África

Namibia. El sueño de África

El sueño de África es un hermoso e instructivo libro del fallecido periodista y escritor Javier Reverte, escrito en 1996. En él, el autor nos enseña a mirar a África con otros ojos, tratando de comprender lo que para nosotros es extraño y consiguiendo que tengamos ganas de viajar a este inmenso y casi desconocido continente, que es el verdadero viejo continente y no nuestra Europa, a la que llegaron nuestros antepasados desde África hace unas pocas decenas de miles de años.

Deadvlei.

De la lectura de este y otros libros y de la visualización de cientos de documentales sobre la naturaleza africana, fue surgiendo en mí el anhelo de viajar algún día allí y ver con mis propios ojos esos animales fantásticos que hacen que nuestra mente viaje al mundo de nuestros antepasados africanos que debían competir con ellos por el sustento a la vez que debían mantenerse alejados de sus garras.

Namibia, un país algo alejado de otros destinos más conocidos como son Tanzania o Kenia para admirar la naturaleza salvaje, llevaba tiempo en mi radar de lugares a visitar. Todos los documentales y fotografías que he visto de Namibia me demostraban que era un país diferente y enormemente bello. Aquí no hay selvas y el paisaje dominante es el desértico. Namib significa desierto, y Namibia es el nombre germanizado del territorio.

Además, viajar a Namibia me permitía, también, pisar por primera vez el hemisferio sur, a donde nunca había ido. Así que, finalmente nos decidimos por Namibia como destino de las vacaciones.

Como nos era un país y una cultura, a priori, tan diferentes a lo que estamos acostumbrados, decidimos ir en un viaje organizado y con guía, lo que a la postre ha supuesto un plus al viaje, ya que la presencia de Helder, nuestro guía namibio, supuso un enriquecimiento extraordinario a la propia experiencia del viaje. Hubiese sido imposible para nosotros solos el llegar a tantos rincones del país y aprender tanto sobre Namibia, su naturaleza y sus gentes como lo hemos hecho con Helder.

Llegamos a la capital, Windhoek, vía Frankfurt y Johannesburgo, pero mi maleta no llegó a mis manos hasta cinco días después, con lo que pude experimentar por mí mismo que eres más feliz teniendo dos cosas para elegir que toda una maleta llena de ropa que no vas a usar. Anotado para próximos viajes.

En Windhoek nos juntamos con Helder, nuestro guía, y con algunos de los otros viajeros que nos iban a acompañar los siguientes días. Otros cuatro llegaron al día siguiente por problemas con su vuelo. En total hemos sido 14 personas más el guía, Helder, y el simpático chófer, Luki. Además de nosotros dos, había una pareja de Barcelona, otra de Buenos Aires y los demás eran valencianos. Tuvimos suerte y todos resultaron ser personas muy simpáticas y agradables en el trato, lo que hace que los días transcurran sin problemas. Es normal que la gente vaya a este tipo de viajes con buena voluntad y ganas de disfrutar sin problemas, pero en cualquier grupo de gente que no se conoce siempre puede haber problemas. Por suerte, no hemos tenido ninguno.


Atardecer en Windhoek.

Tras una noche en Windhoek para aclimatarnos al país, probar la carne de orix (muy sabrosa) y descansar de una noche en avión en la que no duermes bien, temprano por la mañana iniciábamos de verdad el viaje. Primer destino: la reserva de Etosha, uno de los parques naturales más importantes de África, que yo conocía de haberlo visto tantas veces por TV. Ganas de llegar.

La carretera hasta Etosha es de las pocas del país que está asfaltada en su totalidad, ya que los demás días hemos ido por carreteras sin asfaltar, de tierra aplastada, en las que, curiosamente, el límite de velocidad es de 100 km/h. Estas carreteras en cualquier lugar de Europa estarían señaladas como peligrosas y el límite sería mucho menor. Pero aquí, Luki nos llevaba a 100 km/h y de vez en cuando un bote mayor que los demás nos ponía en alerta, sobre todo a los que íbamos en el asiento de atrás, que botábamos de lo lindo. Le comenté a Luki que creo que después de este viaje ya nos han convalidado el rally París-Dakar.

Ya en el lodge de Etosha, tras dejar las cosas y comer algo fuimos a hacer un safari corto para aprovechar la tarde. Nada más entrar al parque fuimos a una charca y estaba llena de animales. Cebras, avestruces, impalas, gacelas (que aquí se llaman springboks), jirafas, orix, elefantes,… Una pasada. Empecé a sacarle partido a la cámara y al objetivo de 600 mm que me dejó mi hijo. A poco que tengas gusto y controles un poco la cámara, es difícil no sacar fotos espectaculares de los animales.






Después, seguimos por el parque. Vimos unos leones, pero muy ocultos entre la vegetación, y casi al final de la tarde tuvimos un rinoceronte negro muy cerca nuestro bastante rato. Una tarde magnífica. Luego a cenar y a dormir, que había que madrugar (como todos los días).

Al día siguiente hicimos un safari de jornada completa en un vehículo abierto del tipo del que se ven en los documentales de África. Curiosamente, en todo este día igual vimos menos animales que en la tarde anterior, aunque pudimos ver un grupo de cuatro leones dormitando junto a una charca y al atardecer un grupo grande de elefantes. Durante toda la jornada hicimos, en palabras de Helder, algunas “paradas técnicas de carácter operativo”, frase que repetiría varias veces en cada jornada, je, je.



Springboks mirando con precaución a los leones.




Rinoceronte negro, de labios en punta para remonear.



Ir de safari con un guía como Helder, experto en conservación natural y que habla un castellano perfecto, es un placer. Nos iba explicando todo el rato los pormenores de la vida de los animales, de cómo trabajan desde el gobierno para facilitar la conservación de toda la naturaleza en Namibia y otros países, etc. Además, también iba respondiendo a nuestras preguntas sobre cómo es el día a día de la vida de los namibios. Hemos aprendido muchísimo, y conocer algo es empezar a amarlo.

Al día siguiente hicimos un traslado hasta Twyfelfontein, con una parada en el viaje para ver a una tribu himba, famosa por cubrirse el cuerpo con un ungüento rojo hecho con barro, manteca y cenizas. Con este recubrimiento se protegen del sol y de los insectos y les sirve como higiene, ya que no se bañan con agua. Los himba son de las pocas comunidades que aún viven de forma más o menos tradicional, como lo han hecho sus antepasados desde hace generaciones. Siguen yendo sin apenas ropa, con taparrabos, y viven en chozas muy sencillas, con la imagen típica que podemos pensar de una tribu africana. Hoy en día los niños deben ir al colegio, ya que la escolarización es obligatoria hasta los 16 años, y los adultos, además de sus labores agrícolas y ganaderas, han añadido a su economía la presencia de grupos de turistas a los que mostrar su modo de vida y la venta de artesanía. Todo esto, supongo, hará que sea inevitable que su modo de vida tradicional vaya dejando paso, con el tiempo y las generaciones, a una forma de vida más parecida a la del resto de la población namibia.





Poblado himba.

El jefe con unos niños.

Luki con los niños himba.

Helder con una joven himba.

Aunque nos dijo Helder que se les puede fotografiar, yo solo saqué alguna foto general del poblado, ya que se me hacía muy violento el sacar fotos de esas personas como si fueran unos animales o un elemento más del entorno. Les compramos algunas pulseras y figuras de madera lo que, según nos dijeron, les ayuda.

Tras esta visita, ya fuimos hasta nuestro siguiente lodge en Twyfelfontein, en un entorno increíble escondido entre las rocas de una montaña. Tras alojarnos, fuimos en un vehículo de safari a ver a los elefantes del desierto, a los que encontramos algo más tarde. Era un grupo grande, con varias crías y algún macho enorme. Fue impresionante verlos pasar a un metro de nosotros. También vimos un grupo de avestruces.











Antes de ir a cenar, hicimos una parada técnica de carácter operativo para ver la puesta del sol sobre una duna tomando unas cervezas. Sin palabras.



Al día siguiente por la mañana fuimos a ver cerca del lodge los petroglifos grabados entre hace 6.000 y 2.000 años en las rocas de la montaña, en el lugar conocido como Twyfelfontein, “fuente dudosa” en afrikáans, como lo bautizó un colono que se instaló allí y encontró una fuente en la que no siempre salía agua, lo que no parecía tener relación con las lluvias.

Los petroglifos que vimos, hay muchos más, representan sobre todo a animales de todo tipo y los grabaron los predecesores de los actuales bosquimanos. Son patrimonio de la humanidad. Además de representación de animales, también hay algunas figuras simbólicas, como un león con cinco dedos en vez de cuatro y con una cola que acaba en una mano humana, y algunos otros grabados que pueden ser un tipo de mapa.



Un damán. Aunque parezca increíble, el pariente más cercano de este pequeño mamífero es el elefante.

Luego, tras la comida, nos desplazamos hacia la costa, a Swakopmund, donde nos esperaba un tiempo más fresco, con bruma y brisa fresca (recordad que allí es invierno). Dimos un paseo por el muelle viendo flamencos y cormoranes antes de cenar un pescado rico en un restaurante.

Uno de los muchos restos de naufragios que hacen que a esta costa se la conozca como "Costa esqueletos".






Al día siguiente retomamos el viaje, ahora hacia el desierto del Namib, que da nombre al país. Hicimos primero una parada técnica de carácter operativo en Walbis Bay, localidad costera con un puerto comercial y pesquero importante que se encuentra, como su nombre indica, en una gran bahía que hace que el puerto sea muy seguro, de ahí la importancia de este enclave en la costa del Atlántico sur. De Walbis Bay hacia el sur se encuentra el desierto de Namib, cuyas dunas doradas llegan hasta el océano.

Nos tenían preparada una excursión en un catamarán por la bahía en la que pudimos disfrutar de los pelícanos y focas que se subían a la embarcación, y de los flamencos y delfines que allí viven. No llegamos a ver ballenas, pero suele ser habitual que estos grades animales se muestren por esta bahía, cuyo nombre deriva de Whale Fish Bay, “bahía de peces y ballenas”.








Tras la excursión y el almuerzo en el catamarán, llegó a mis manos, por fin, mi maleta extraviada, y seguimos viaje por zonas desérticas tan bellas como aterradoras (sobre todo si piensas que se te puede averiar el coche allí) hasta nuestro siguiente lodge en el Namib. Durante el trayecto cruzamos la señal del Trópico de Capricornio, que nos indicaba que estábamos a una latitud de 23,5 grados sur, el límite intertropical.



Parada técnica de carácter operativo en el desierto. La caja que veis es el baño.

Al día siguiente, por la mañana temprano disfrutamos de las dunas y dimos un paseo precioso por el Deadvlei, el valle de la muerte o valle muerto, en el que encontramos un bosque de árboles muertos que son un atractivo irresistible para fotógrafos e instagramers. Luego visitamos un cañón en las montañas y finalmente hicimos una parada técnica de carácter operativo en Solitaire.

Por la tarde, como teníamos tiempo y ya tenía mi maleta con mis zapatillas de trail, pude correr unos kilómetros por una zona preciosa de dunas cerca del lodge. Luego quise darme un chapuzón en la piscina, pero el agua estaba demasiado fría para mí.








Viejos coches en Solitaire, con una estética que recuerda a la Ruta 66 de los EE.UU.







Mientras corría, pude ver este orix cerca del lodge.

Tras la estancia en el Namib, nos dirigimos a otro desierto famoso, el Kalahari, hogar de los bosquimanos, uno de los últimos pueblos que aún son cazadores-recolectores en lugar de agricultores y ganaderos. Os recomiendo el libro El mundo perdido del Kalahari, de Laurens van der Post, para saber más sobre este grupo humano.

Durante el traslado pudimos ver algunas cebras de montaña y otros animales que no habíamos visto en los días anteriores. Llegamos al último lodge, en pleno desierto, y tras la comida hicimos un safari por la zona viendo multitud de animales, entre ellos dos rinocerontes blancos. Como esta reserva no es muy extensa, no hay felinos ni otros depredadores y son los propios guardias quienes deben controlar la población de herbívoros, por lo que además de los que vamos allí a “cazar” fotografías, también hay cazadores de verdad.

Antes de regresar al lodge, nos detuvimos sobre una duna a ver el increíble atardecer que pintaba la arena de rojo mientras tomábamos algo. Impresionante.

Dunas petrificadas.











Rinoceronte blanco, de labios rectos para pastar hierba.






Última cena en África.

Al día siguiente ya regresábamos a Windhoek a embarcar en nuestro vuelo de regreso a la rutina, pero por la mañana tuvimos tiempo para estar un rato con un grupo de jóvenes bosquimanos que nos hicieron unas representaciones teatralizadas de cómo cazan y sobreviven en ese entorno tan duro los últimos de su pueblo. Es muy curioso oírles hablar en su lengua, la lengua nama, ya que además de los sonidos de vocales y consonantes que son comunes a todos los idiomas del mundo, ellos usan unos chasquidos consonánticos o clicks que son irreproducibles para nosotros. Esta lengua es del grupo de lenguas khoisán, que solo se hablan en esta parte de África.



En este vídeo podéis escuchar el lenguaje de los bosquimanos.

Y ya que este blog está dedicado principalmente a mi actividad de maratoniano, he de señalar aquí que los bosquimanos son de los últimos pueblos del mundo que han practicado la caza por persistencia, que consiste en correr detrás de un animal hasta que este cae agotado y muere. Es la única forma de caza que tuvieron nuestros antepasados Homo erectus y otras especies del género Homo (entre elllas nosotros, los Homo sapiens) hasta que después se inventaron las armas como lanzas o flechas. Lo explica muy bien el libro Nacidos para correr, de Christopher McDougall, del que hablé en esta entrada del blog hace unos años: Nacidos para correr... maratones.

Después del encuentro con estos bosquimanos (la película Los dioses deben estar locos los popularizó), comimos algo antes de viajar al aeropuerto.

La última actividad que hicimos antes de embarcar fue la de visitar en pocos minutos el Museo de la Independencia namibia, en Windhoek, que, con una serie de paneles con una estética revolucionaria muy similar al Museo de Revolución de La Habana, nos explica la historia del último siglo en Namibia y sus luchas por conseguir librarse primero de la colonización alemana, luego de la británica y, sobre todo, del yugo sudafricano, con su inhumano régimen del apartheid, y la consecución de la independencia en el año 1990.

Iglesia luterana de El Cristo, en Windhoek.

Museo de la Independencia.





El haber contado con un guía como Helder nos permitió saber de primera mano cómo es la vida de los namibios hoy en día y la gran influencia que tiene en ellos la familia, en un sentido de clan que no tenemos los europeos. Por ello, todos los que viajamos a Namibia regresamos enamorados de este país, de sus inmensos paisajes y naturaleza salvaje y de sus gentes.







Carreteras namibias.


Un grupo de babuinos por el desierto.

Amanecer.

Y atardecer.



Mapa de la ruta.