Hoy corro.
No es ninguna novedad. De vez en cuando corro. Sólo corro. Corro solo. El
bosque está tranquilo. El río fluye en paz. Y yo corro. Corro solo. Sólo corro.
No sé
cuánto tiempo llevo corriendo ni sé el tiempo que seguiré haciéndolo. Pero no
importa. Hoy sólo quiero correr, dejarme llevar por este sendero mágico y
solitario que no conozco y que no sé a dónde me conduce. Me es igual. Hoy no me
importa llegar a ningún sitio, no me preocupa medir los kilómetros, ni las
horas, ni los latidos de mi corazón. Hoy sólo corro. Corro solo.
Los
pies fluyen mientras la mente se desconecta de mi cuerpo. Un cuerpo que corre,
que sigue, que no se parará mientras yo no se lo pida. Un cuerpo de un corredor
de larga distancia que a su ritmo, dejándose llevar, tal vez no se detendría
jamás, que seguiría el sendero hasta el final, y tal vez, incluso, más allá del
final.
El río
refleja las sombras de los árboles. Un río que, como la vida, como yo hoy, sólo
corre, corre solo, hacia su desembocadura, hacia el final, y un poco más allá,
tal vez.
Los
árboles no corren, no. Pero también, a su modo, se dejan conducir por el río,
un río plácido, que en el espejo de su superficie lisa atrapa la vida y el alma
de los árboles y se los lleva consigo, hacia el mañana, hacia el futuro.
El
camino acompaña al río. Un camino abierto, limpio, pero con alguna rama que
entorpece mi carrera de vez en cuando. Una rama que surge de los árboles, que
tal vez no quieran dejarme marchar.
Pero el
sendero continúa, como el río, y yo con ellos. Así que sigo. Así que corro.
Sólo corro. Corro solo.
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