Un relato trailero en tiempos de confinamiento.
Corriendo libre
Cierro los ojos y escucho las campanas del infierno de
AC&DC retumbando por los altavoces. La voz del speaker nos arenga en alemán para que saltemos y aplaudamos en un
último calentamiento y, por fin, el cañonazo que da inicio a la carrera nos
libera de nuestras ataduras a la civilización. Corro por las calles de Prato
allo Stelvio entre los gritos de la gente y enseguida entramos en una pista por
la que correremos atravesando algunos de los pueblos del valle en esta primera
parte fácil de la carrera.
Es curioso cómo, entre montañas tan altas y escarpadas, los
valles aquí son tan llanos. Y esto permite que los primeros quince kilómetros
de este maratón sean muy llevaderos para los corredores. Aunque eso es a su vez
un arma de doble filo. La tentación de correr ahora rápido pensando en tener un
colchón de minutos para mitigar los que vamos a perder después, en la montaña,
es grande. Pero acelerar ahora, bien lo deberíamos saber todos, es comprar
todos los boletos para tener un desfallecimiento en la parte final de la
carrera, la parte más dura. Así que decido ser prudente y elijo correr estos
kilómetros a un ritmo tranquilo, disfrutando de la preciosa mañana que tenemos,
del entorno del valle y ahorrando unas fuerzas que me van a hacer falta allá
arriba, a casi 3 000 metros de altitud.
La pista va cambiando de características y pasamos de correr
sobre tierra, a correr sobre hierba o sobre asfalto a tramos. Algunos puentes
nos van pasando de una margen a otra del río que atraviesa el valle, y poco a
poco vamos completando este primer bucle para regresar de nuevo a la línea de
salida en Prato. Pero ahora, a partir de aquí, se acabó el terreno llano.
Dejamos definitivamente la benevolencia del valle y empezamos un largo ascenso
que nos habrá de llevar de los 800
metros de altitud a los casi 2 800 en la cima del Stelvio, el puerto de montaña
más bonito del mundo y el segundo más alto de los Alpes. Salvo los últimos
siete kilómetros, que transcurren por las últimas veinticinco de las cuarenta y
ocho famosas curvas de herradura, las tornanti,
el terreno es de montaña, una montaña civilizada en la parte más baja, y una
montaña salvaje a medida que ganemos altitud y nos internemos en las laderas de
los montes que rascan el cielo azul a casi 4 000 metros sobre el mar.
Pero aún queda mucho para llegar allí. Por ahora, al dejar
Prato, afronto un sendero que me hará subir durante unos cuatro kilómetros.
Intento correr manteniendo un ritmo soportable, pero los que, como yo, no somos
Kilian no podemos correr demasiado tiempo cuesta arriba cuando sabemos que nos
queda más de medio maratón por delante, y además lo más duro. Así que, paso de
correr despacio a caminar rápido mientras la pendiente es dura. Y no soy el
único. El sendero, a ratos pista, es magnífico en su belleza, internándose por
bosques intercalados con algunos prados.
Un buen rato después, la pendiente suaviza e incluso viene
un ligero descenso de un par de kilómetros en los que podemos hacer un pequeño
grupo de corredores bien avenidos que vamos en fila jugando a hacer lo que haga
el primero. Si él salta una piedra, todos la saltamos; si decide rodear otra,
todos la rodeamos; si él se tiene que agarrar a una rama, todos la agarramos;…
Y así llegamos al pueblo que da nombre al puerto, Stelvio. Una pequeña aldea
donde está el hotel en el que estoy alojado estos días. Al paso por el pueblo,
tras un avituallamiento, el personal del hotel nos aplaude junto a otros
vecinos justo antes de tomar un nuevo sendero y empezar la parte más complicada
de toda la carrera. Tenemos ahora por delante diez kilómetros en los que
pasaremos de los 1 300 a los 2 500 metros por un terreno cada vez más escarpado
y para el que calculo que necesitaré casi un par de horas, pues poco podré correr
en ese terreno.
Empiezo, por tanto, el sendero empinado caminando lo más
rápido que puedo. De vez en cuando alcanzo a otros corredores (andadores) y nos
animamos con algún gesto y algunas miradas silenciosas y cómplices. El paisaje
se vuelve más y más salvaje y hermoso a medida que gano altura. Van quedando
abajo los rastros de la humanidad que trata de domesticar a la montaña y cada
vez son menos visibles, salvo por la senda que seguimos, las huellas de la
civilización. Y por eso, pese a que físicamente el esfuerzo es brutal por la
pendiente y la dificultad del terreno, la emoción es grande y el espíritu rebosa
de sentimientos plenos de satisfacción. ¡Ah! Qué bellas son siempre las
montañas.
El paso del tiempo discurre con lentitud y los kilómetros
que señalan mi reloj no parecen tampoco incrementarse. Pero poco a poco voy
avanzando, voy subiendo. Siempre subiendo. El sendero da paso a una pista que atraviesa
prados verdes bajo el cielo azul. Prados verdes que son interrumpidos más
arriba por paredes rocosas, grises y negras, a las que me voy acercando.
¿Pasará por allí la carrera? No puede ser. Pero al fondo veo algunos puntos de
colores que, al fijarme bien, resultan ser corredores que se mueven despacio
entre las rocas. Así que la respuesta es que sí, que sí que pasa la carrera por
allá arriba.
Un rato después, soy yo uno de esos puntos de colores que
verán desde abajo los que aún no han llegado hasta aquí, que no son muchos. El
sendero, técnico y empinado, me obliga a veces a usar las manos para avanzar
entre las rocas. Solo de vez en cuando, algún tramo de la senda se limpia y se
suaviza un poco la pendiente como para permitirme correr aunque solo sean unos
pocos pasos. Los suficientes para relajar un poco la espalda y para recordar
que estoy en una carrera de trail y
no en una marcha montañera. Aunque, la verdad, en algunos de los lugares en los
que la pendiente me dejaría correr, no me atrevo a hacerlo porque un mal pie me
podría hacer caer por la ladera del monte, demasiado empinada y despejada como
para poder detenerme a tiempo si eso ocurriera. Además, una caída ahora por esa
ladera podría ser peligrosa, porque no tengo a nadie por detrás que pudiera
ayudarme o al menos verme caer. Sería como desaparecer del mundo en un discreto
mutis por el foro en un escenario digno del mejor teatro griego.
Tras otro largo rato veo al fondo un puesto de
avituallamiento. Miro el reloj y veo que debo de estar llegando al final de la
cuesta. Dos horas. Justo lo que había calculado que me llevarían estos diez
duros y hermosos kilómetros. Alcanzo el avituallamiento y mientras como y bebo
algo, mis ojos se inundan de uno de los paisajes más maravillosos que he visto
nunca. Por arriba, altas montañas me muestran sus neveros y sus glaciares flanqueados
por picos altivos. Más abajo los bosques hacen de transición a los prados que
los habitantes del valle mantienen para su ganado. Y entre algunos árboles se
aprecia a ratos la mítica carretera que sube al puerto y con la que nos
juntaremos en breve, al pasar al otro lado de la ladera por la que troto ahora
tras el descanso.
Tras una breve pista que ya empieza a descender de manera
suave, tomo un sendero que en una bajada técnica y revirada de unos tres
kilómetros nos dejará en la curva número veinticinco del puerto. Como ya tenía
ganas de correr, después de la larga subida anterior caminando penosamente, bajo
corriendo lo más rápido que puedo por el sendero. Incluso adelanto a varios
corredores que, más fatigados o más prudentes, prefieren ralentizar su paso y
no arriesgarse a un mal tropiezo. Pero yo me crezco y con pasos cortos pero
decididos voy salvando los obstáculos que el terreno ofrece y en pocos minutos
llego al asfalto que ya no abandonaré hasta la meta a 2 760 metros de altitud,
siete kilómetros más arriba.
Comienzo a correr cuesta arriba. No es tan dura ni tan
difícil como la larga subida anterior por la montaña, pero la altitud y la
fatiga me dicen que es mejor caminar de nuevo rápido que correr. Y, como prueba
de ello, cada vez que intento correr algo, el pulso se acelera y la sensación
de fatiga crece, pero la velocidad apenas cambia, por lo que decido andar muy
rápido y no correr. Poco a poco voy avanzando de curva en curva adelantando
incluso a varios corredores. Solo me detengo en ocasiones para estirar la
espalda y relajar los lumbares, que se quejan de tanto tiempo de ir agachados.
A un par de kilómetros de la meta, en una recta, veo a un
fotógrafo que espera a que pasemos a su lado. Ahora sí que corro. El orgullo
siempre da alas y prefiero tener una foto corriendo por el Stelvio que una
caminando. El lugar es inmejorable para la foto, como comprobaré más tarde al
verla, pues el paisaje del fondo es magnífico. ¡Qué suerte hemos tenido con el
tiempo! Me recuerdo ahora corriendo en otro trail
el año pasado bajo un Cervino que no se dejó ver en todo el día, siempre oculto
tras las nubes. Hoy el sol nos acompaña y me permite gozar de esta naturaleza
increíble.
Por fin, giro a la izquierda en la tornante número uno y pronto veo los restaurantes de la cima del
puerto. El público anima a los corredores y decido correr el tramo que me resta
hasta la meta, que no está en la cima del puerto, sino un poco más arriba, tras
unos centenares de metros de pista que nos dan de propina.
Y me acerco a la meta, feliz. El cronómetro marca más de
seis horas y media. Lo que había calculado. Un último esfuerzo y cruzo la línea
de llegada con los brazos en alto. Por supuesto, no he ganado. No gano nunca.
Eso es lo de menos. Pero he conquistado el duro recorrido con mi esfuerzo, mi
ambición y mi determinación. Miro a mi alrededor. Es difícil estar en medio de
tanta belleza sintiendo tanta felicidad y satisfacción. En carreras como esta,
siempre me da lástima llegar a la meta y que se acabe la catarata de
sensaciones que he estado viviendo desde antes incluso de empezar a correr,
aunque al mismo tiempo sea un alivio y un descanso para el cuerpo poder parar.
Y abro, por fin, los ojos y me quito el sudor con la toalla.
Nunca cuarenta minutos de carrera en una cinta entre cuatro paredes y en medio
del confinamiento me han proporcionado tanta libertad.