Km 16
Inmersos en pleno barrio judío de Brooklyn,
en el cruce de la calle Wallabout con la larga Avenida Bedford por la que ya
llevamos un buen rato corriendo, mis sueños, mis pesadillas, se quedan
atrapados en mi mente. La pierna me está empezando a molestar y quedan
demasiados kilómetros por delante como para no pensar en la pesadilla que puede
ser correr así hasta la meta. La frialdad con la que nos acogen la mayoría de
los vecinos de esta zona de la ciudad hace que cualquier contratiempo que
tengamos, cualquier dolor, cualquier molestia, pase a ser el centro de atención
de la mente, ya que no hay muchas distracciones ni un público entusiasta que me
haga olvidar el hecho de que la pierna se me está cargando ya demasiado.
He de echar mano de toda la fuerza de
voluntad y la motivación que todo buen corredor de maratones debe tener. Me
concentro en evitar que el dolor se adueñe de mis pensamientos y trato de
recordar los buenos momentos y la ilusión de este viaje, de esta carrera, y
vuelvo a visualizar una vez más el gran momento que será para mí la entrada en
la zona de meta en Central Park. No importa lo que esté pasando ahora por mi
mente ni por mi cuerpo. No importa el dolor. El dolor es algo pasajero. No
importa que los judíos que viven aquí no sientan que los que estamos corriendo hoy
en Nueva York estamos viviendo uno de los mejores días de nuestra vida. Nada
importa salvo el objetivo final, que no es otro sino terminar esta carrera, la
carrera de mi vida. El gran sueño que ha sido durante tantos años se está
haciendo hoy realidad y, pase lo que pase tras cruzar la meta, no debe transformarse
en una pesadilla.
Km 17
En esta zona de Brooklyn, en Williamsburg,
entre otras comunidades se agrupan los judíos ortodoxos jasidistas, y son
fáciles de distinguir por sus vestimentas tradicionales, sus sombreros y su
peinado. Bueno, el peinado en los hombres, ya que las mujeres no pueden mostrar
su cabello salvo a su marido en la intimidad del hogar.
Visto desde fuera es curioso y llama la
atención que en pleno siglo XXI, y en una ciudad tan cosmopolita, vanguardista
y abierta a todo lo nuevo como es Nueva York, puedan seguir viviendo personas
tan ancladas en su tradición. Pero esto no hace sino recordarme la importancia
de la religión en nuestra vida.
Km 18
El kilómetro 18 de un maratón es una zona
dura. Ya se nota el cansancio y el final está lejos, muy lejos. Aquí, en Nueva
York, hay muchas voces que te ayudan a que estos largos kilómetros de la parte
media de la carrera pasen con más facilidad sin que te dé tiempo a pensar en
nada más que no sea en correr y en saludar al público, que se lo merece, que
nos lo agradece.
Es una fase en la que el cuerpo empieza a
sentir el shock del maratón, donde realmente empiezas a darte cuenta de lo que
significa correr tantos kilómetros. Ahora te empiezan a doler realmente algunos
músculos y no puedes evitar pensar que aún te queda mucho más que la mitad de
la carrera por delante. Las dudas te asaltan y el miedo a no terminar la
prueba, el miedo a un fracaso te puede llegar a atenazar.
Por eso es importante elegir bien en qué
maratón vas a correr por primera vez esta distancia, ya que si llegas a este
punto y hay pocos corredores y hay poco público es muy probable que pienses
realmente en la retirada.
Pero eso no puede pasar en el Maratón de
Nueva York. No, aquí no. Aquí hay mucha gente a tu alrededor, muchos otros
corredores y muchas voces que te empujan hacia la meta, que te impiden pensar
siquiera en no terminar.
Km 19
Poco a poco vamos terminando de correr por
Brooklyn. Sigue habiendo público, aunque ya no es la avalancha que nos ha
recibido al terminar de cruzar el puente de Verrazano y entrar en el barrio.
Ahora voy atravesando un pequeño parque al final de la Avenida Bedford y aunque
noto la tirantez en el gemelo, todavía no me duele de verdad. No miro el reloj.
¿Para qué? Sé que estoy corriendo muy lento, mucho más que en cualquiera de los
entrenamientos largos que he hecho los meses anteriores, pero no importa, estoy
disfrutando un millón de veces más. Todo es casi como lo había soñado. El
público, el ambiente, mis sensaciones, mi alegría,... Cada vez que alguien del
público me anima por mi nombre sonrío aún más y se lo agradezco de corazón. Sé
que parece una tontería, pero los ánimos del público me empujan de verdad y mis
piernas intentan seguir el ritmo alegre de mi corazón.
Km 20
Mientras corro ahora por Greenpoint, al norte
de Brooklyn por la Avenida Manhattan, cerca del kilómetro 20 de la carrera, veo
una bonita iglesia católica a la derecha de la calle. Es la Iglesia de San
Antonio de Padua, que con su fachada de ladrillo rojo me llama la atención.
El recuerdo de mi paso por Kim el año pasado
me viene a la mente al acordarme de la Iglesia de Cristo y de su ferviente
seguidor. Fue una noche memorable y durante unos metros no pienso en el dolor
de mi pierna, ni en mi corazón trabajando cuando aún ni siquiera he completado
la mitad del maratón, ni en el esfuerzo.
Pienso en aquel pueblo perdido en la mitad de
la nada, un pueblo de poco más de medio centenar de habitantes y comparo su
vida con la de los millones de habitantes de Nueva York. Allí se conocen todos
y aquí apenas se conoce nadie. Allí apenas hay nada que hacer tras el trabajo,
y aquí lo difícil debe de ser el no tener nada que hacer.
De todas formas, incluso en una ciudad tan
grande como Nueva York, la vida de las personas no difiere tanto como la de los
que viven en un pueblo. Una vez leí que el número de personas con las que nos
relacionamos de manera fluida en nuestra vida es más o menos de un par de centenares
como mucho, y da lo mismo que vivamos en un pueblo de pocos centenares de
vecinos que en una ciudad de varios millones de habitantes, ya que, al final,
es difícil que interactuemos con mucha más gente que ese par de centenares.
Pero sigo pensando en Kim, Colorado, y
deduzco que para relacionarse allí con dos centenares de personas habrá que
conducir muchos kilómetros hasta los pueblos más cercanos. Seguramente más de
los veinte kilómetros que llevo recorridos hasta ahora.
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